lunes, 17 de mayo de 2010

Ideas para una estética del cine de György Lukác*

Todavía no hemos salido del estado de las confusiones conceptuales: ha surgido en nuestros días algo nuevo y bello; pero, en lugar de aceptarlo como es, quieren encasillarlo por todos los medios posibles en categorías anticuadas, inadecuadas, y despojarlo de su sentido y valor verdaderos. Hoy se concibe al cine, o bien como instrumento para enseñanza visual, o bien como un nuevo y barato competidor del teatro. Hoy son los menos los que piensan que una nueva belleza es precisamente una belleza cuya determinación y valor le corresponde a la estética.

Un conocido poeta dramático fantaseaba ocasionalmente con que el cine pudiera sustituir al teatro (a través del perfeccionamiento de la técnica, a través de la reproductibilidad perfecta del lenguaje). Si esto se consigue – pensaba él- ya no habrá compañía imperfecta: el teatro ya no estará limitado por la dispersión geográfica de los buenos talentos dramáticos; sólo los mejores actores actuarán en las obras, y sólo actuarán bien, porque no se registrarán las representaciones en las que alguien actúe mal. Pero las buenas representaciones se convertirán en algo eterno; el teatro perderá lo meramente fugaz, se convertirá en un gran museo de todas las realizaciones auténticamente perfectas.

Pero este bello sueño es un gran error. Pasa por alto la condición fundamental de todos los efectos escénicos: el efecto del ser humano concretamente presente. Pues la raíz de los efectos teatrales no está en las palabras y gestos de los actores o en los acontecimientos del drama, sino el poder con que un hombre, la voluntad viviente de un ser humano vivo, sin mediación y sin conducción inhibitoria, se transmite a una multitud igualmente viva. El escenario es presente absoluto. El carácter pasajero de su realización no es ninguna debilidad deplorable, es más bien un límite productivo: es el correlato necesario y la expresión perceptible de la incidencia del destino en el drama. Pues el destino es lo presente en sí. Lo pasajero es sólo armazón; en un sentido metafísico, es algo completamente desprovisto de finalidad (si fuera posible una metafísica pura del drama, en la que no hiciera falta ninguna categoría meramente estética, entonces ella ya no conocería conceptos como “exposición”, “evolución”, etc.). Y para el destino, un futuro es algo totalmente irreal y desprovisto de significado: la muerte que cierra las tragedias es el símbolo más convincente para esto. Por el hecho de que el drama es representado, este sentimiento metafísico experimenta una gran intensificación en dirección a lo inmediato y perceptible: la verdad más profunda del ser humano y de su lugar en el cosmos se convierte en una realidad evidente. El “presente”, la presencia del actor, es la expresión más evidente y, por ello, más profunda para el hecho de que el hombre del drama está afectado por el destino. Porque estar presente, es decir, vivir exclusivamente y realmente de la forma más intensa posible, es ya de por sí destino; sólo que la así llamada “vida2 no logra nunca una intensidad vital capaz de elevarlo todo a la esfera del destino. Por esto, la mera aparición de un actor realmente importante sobre el escenario (por ejemplo, Duse), incluso sin un gran drama ya afectado por el destino, es ya tragedia, misterio, oficio divino. Duse es la persona totalmente presente, en la cual, en las palabras del Dante, el “essere” es idéntico a la “operazione”. Duse es la melodía de la música del destino, la cual debe sonar sin atender lo que ocurre en el acompañamiento.

La falta de este “presente” es rasgo esencial del cine. No porque el film sea imperfecto, ni porque los personajes deban moverse hoy todavía silenciosos, sino porque estos son precisamente sólo movimientos y acciones de seres humanos, pero no seres humanos. Esto no es ninguna carencia del cine, sino su límite, su principium stilisationis. De tal forma, las imágenes del cine, inquietantes fieles a la vida, semejantes a la naturaleza no sólo en su técnica, sino también en su efecto, no resultan de ninguna manera menos orgánicas y vivientes que las del escenario; ellas sólo adquieren una vida de un carácter completamente diferente; se tornan –en una palabra- fantásticas. Pero lo fantástico no es una antítesis de la vida viva, es sólo un nuevo aspecto de ella: una vida sin presente, una vida sin destino, sin fundamentos, sin motivos; una vida, con la que lo más íntimo de nuestra alma nunca quiere ni puede identificarse; y este anhelo sólo se refiere a un abismo extraño, hacia algo lejano, interiormente distanciado. El mundo del cine es una vida sin trasfondo ni perspectiva, sin distinción de pesos y cualidades. Por eso sólo el presente concede a las cosas destino y peso, luz y ligereza: es una vida sin medida ni orden, sin esencia ni valor; una vida sin alma, hecha de pura superficie.

La temporalidad del escenario, el fluir de los acontecimientos hacia él, es siempre algo paradójico: es la temporalidad y el fluir de los grandes momentos, algo que en lo interior es profundamente calmo, casi rígida, eternamente devenido, precisamente a consecuencia del torturantemente intenso “presente”. Temporalidad y fluir del cine son, en cambio, totalmente puros y sin contaminación: la esencia del es el movimiento en sí, la eterna variabilidad, el incesante cambio de las cosas. A estos diversos principios fundamentales de la composición en el escenario y el cine: uno es puramente metafísico, mantiene lejos de sí todo lo que es sólo empíricamente vivo; el otro es tan fuerte, tan exclusivamente empírico y vivo, no metafísico que, a través de esa extrema agudización, nace a su vez otra metafísica, totalmente diversa. En una palabra: la ley fundamental del encadenamiento es, para escenario y drama, la necesidad inexorable, mientras que para el cine es la posibilidad a la que nada limita. Los momentos individuales, cuya sucesión produce la serie temporal de escenas cinematográficas, se enlazan entre sí alternándose inmediatamente y sin transiciones. No hay ninguna causalidad, que puedo unirlos entre sí, o más correctamente: su causalidad no es inhibida o limitada por ningún contenido. “Todo es posible”: ésa es la cosmovisión del cine y puesto que su técnica expresa en cada momento individual la realidad absoluta (aunque sólo empírica) de ese momento, la validez de la “posibilidad” es superada como una categoría contrapuesta a la realidad; ambas categorías son equiparadas, concluyen en una identidad. “Todo es verdadero y auténtico, todo es igualmente auténtico”: eso enseñan las secuencias de las imágenes del cine.

Así surge con el cine un mundo nuevo, homogéneo y armónico, unitario y variado, al que en los mundos del arte poética y de la vida corresponden aproximadamente el cuento maravilloso y el sueño: la mayor vivacidad sin una tercera dimensión interior; sugestiva vinculación mediante la mera sucesión; realidad estricta, ligada a la naturaleza y fantasía extrema y menos inhibida de los personajes, el devenir decorativo de la vida corriente, no patética. En el cine se puede realizar todo lo que el romanticismo esperaba – en vano- del teatro: la movilidad más extrema y menos inhibida de los personajes, el devenir completamente vivo del trasfondo, de la naturaleza y de los interiores, las plantas y los animales, pero una vivacidad que de ninguna manera está ligada al contenido y los límites de la vida corriente. Por esto, los románticos intentaron imponer al escenario la fantástica proximidad de la naturaleza de su sentimiento del mundo. Pero el escenario es el reino de las almas y los destinos desnudos; todo escenario es griego en su esencia más interna: ingresan a él hombres abstractamente vestidos, representan su juego del destino ante salas con columnas abstractamente grandiosas y vacías, abandonan el escenario de la representación por el destino. Trajes, decoración, milieu, riqueza y cambio de los acontecimientos exteriores son un mero compromiso para el escenario; en el instante verdaderamente decisivo, se tornan superfluos y por esto, molestos. El cine representa acciones meramente, pero no su fundamento y sentido, sus personajes tienen sólo movimientos, pero no almas, y lo que les ocurre es mero acontecimiento, pero no destino. Por eso – y sólo en apariencia a raíz de la imperfección actual de la técnica – las escenas del cine son mudas: la palabra hablada, el concepto sonoro son vehículo del destino; sólo en ellos y a través de ellos surge la necesaria continuidad en la psiquis de los personajes dramáticos. La sustracción de la palabra, y con ella, la de la memoria, del deber y la fidelidad hacia sí mismo y hacia la idea de la propia individualidad, lo hace todo fácil, etéreo y alado, frívolo y alegre, si la ausencia de la palabra se redondea en una totalidad. Lo que es de importancia en los acontecimientos representados es y debe ser expresado exclusivamente a través de acontecimientos y gestos; cada apelación a la palabra es una caída desde este mundo, una desintegración de su valor esencial. Pero debido a esto florece hacia una vida rica y más exuberante todo lo que el ímpetu abstractamente monumental del destino siempre oprimía; en el escenario ni siquiera tiene importancia lo que ocurre, tan dominante es el efecto de su valor del destino; en el cine, el “cómo” de los acontecimientos tiene una fuerza que domina todo lo demás. Aquí, lo vivo de la naturaleza recibe por primera vez una forma artística: el susurro del agua, el viento entre los árboles, el silencio del ocaso y el furor de la tormenta se convierten aquí en arte en cuanto acontecimiento naturales (no, como en la pintura, mediante sus valores pictóricos extraídos de otros mundos). El hombre ha perdido su alma, pero gana, a cambio, su cuerpo; su grandeza y poesía residen aquí en el modo en que, con su habilidad o su destreza, supera obstáculos físicos; y la comicidad reside en su fracaso frente a ellos. Los progresos de la técnica moderna que son completamente indiferentes para todo gran arte, cautivarán aquí lo fantástica y poéticamente. Primero, sólo en el cine – y por dar un ejemplo- se ha vuelto poético el automóvil; por ejemplo, en la romántica persecución que corren raudamente. Así, también la animación cotidiana de las calles y los mercados recibe un fuerte humorismo y una poesía originaria; el sentimiento de felicidad ingenuamente animal del niño frente a una travesura, o frente al desamparado aturdimiento de un desgraciado es configurado de una forma inolvidable. En el teatro, nos reunimos ante el gran escenario del gran drama y alcanzamos nuestros instantes supremos; en el cine debemos olvidar nuestros puntos álgidos y volvernos irresponsables: el niño que está vivo en cada hombre es puesto en libertad y se convierte en amo de la psiquis del espectador.

Pero la realidad natural del cine no está ligada a nuestra realidad. Los muebles se mueven en la habitación de un borracho; su cama vuela con él sobre la ciudad – él pudo sujetarse en el último instante del borde de la cama y su camisa flamea como una bandera a su alrededor-. Las bolas con las que un grupo se disponía a jugar al bowling, se rebelan persiguen a aquel por montañas y campos; nadando a través de ríos, saltando encima de puentes y escalando latas montañas, hasta que finalmente los bolos cobran vida y recogen las bolas. El cine también puede volverse fantástico de un modo puramente mecánico: cuando se proyectan films en secuencia invertida y los hombres levantan de debajo de los autos que los atropellan; cuando una colilla de cigarro se alarga cuando se la fuma, hasta que finalmente, en el momento de encenderlo, el cigarro intacto vuelve a ser puesto en la caja. O se proyectan los films, y actúan unos seres extravagantes que saltan desde la pantalla hacia lo profundo y vuelven a esconderse allí, como orugas. Son imágenes y escenas de un mundo tal como el de E.T.A. Hoffmann o el de Poe, tal como el de Arnim o de Barbey d´ Aurevilly - sólo que aún no ha llegado el gran poeta capaz de interpretarlo y ordenarlo, de salvar su naturaleza fantasiosa – que es casual sólo en el plano técnico- en una dimensión metafísica cargada de sentido, en el estilo puro. Lo que ha ocurrido hasta hoy surgió ingenuamente, a menudo contra la voluntad de las personas, sólo a partir del espíritu de la técnica del cine: pero un Arnim o un Poe de nuestros días habría encontrado aquí preparado un instrumento tan rico y tan internamente adecuado como lo fue el escenario griego para Sófocles.

Por cierto: un escenario para recobrarse de uno mismo, un lugar de entretenimiento, el más sutil y sofisticado, el más crudo y primitivo al mismo tiempo; y o un lugar para alguna clase de edificación y elevación. Pero precisamente a través de esto el cine realmente desarrollado y adecuado a su idea puede abrir también el camino para el drama (nuevamente: para el drama realmente grande y no para lo que hoy se denomina “drama”). El afán insuperable de entretenimiento ha expulsado casi por completo al drama de nuestros escenarios; podemos ver de todo en el escenario actual – desde los folletines dialogados hasta las novelas demasiado anémicas o las acciones principales y de Estado grandilocuente y vacías-, pero no el drama. El cine puede establecer aquí la distinción clara: posee la capacidad de configurar todo lo que pertenece a la categoría de entretenimiento y puede hacerse evidente de manera más efectiva y, sin embargo, más sutil que el escenario hablado. Ningún suspenso en una pieza teatral puede competir en cuanto intensidad del tiempo con lo que es el cine; todo rincón de la naturaleza llevado al escenario es apenas una sombra de lo que puede alcanzar el cine; y en lugar de las toscas abreviaturas de almas, las cuales, debido a la forma del drama hablado, deben ser evaluadas involuntariamente en cuanto almas y por eso deben ser percibidas como repugnantes, surge un mundo de ausencias de alma buscada y normativa, un mundo de lo puramente externo: lo que era brutalidad sobre el escenario, puede aquí convertirse en puerilidad, en suspenso en sí, o en grotesco. Y si alguna vez – me refiero aquí a una meta sumamente distante, pero tanto más anhelada que todo aquello de lo que se trata seriamente en el drama – la literatura de entretenimiento de los escenarios es aniquilada es aniquilada por esta competencia, el escenario estará forzado a cultivar nuevamente eso que es su más importante vocación: la gran tragedia y la gran comedia. Y el entretenimiento, que estaba condenado a la tosquedad sobre el escenario, porque sus contenidos contradicen las formas del drama escénico, puede hallar una forma adecuada en el cine, una forma que puede ser internamente adecuada y, por lo tanto, realmente artística, aun cuando sea muy rara en el cine actual. Y si son apartados de ambos escenarios los psicólogos sutiles, talentosos para la novela corta, pero puede resultar saludable y clarificador tanto para esos escenarios como para la cultura del teatro.

(1913)

* “ Gedanken zu einer Asthetik des Kinos”. En Lukács, G., Literatursoziologie. Selecc. e introd. de Peter Ludz. 5ªed. Neuwied, Darmstadt y Berlín: Luchterhand, 1972, pp. 75 – 80. Publicado en el Frankfurt Zeitung del 10 de septiembre de 1913. Trad. De Mariela Ferrari.

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